Lo selvático que nos interesa no es la naturaleza, el mar, la selva, sino lo imprevisto en el corazón de nuestros compañeros hombres. Aquello que con un simple esfuerzo de atención puede devenir voluntad deliberada. La ciudad, la mujer, gastan con nosotros una ferocidad de la cual toda tierra salvaje es solamente un símbolo. Desastres e intemperies nos encuentran resignados, nos dan la muerte, no desencadenan en nosotros lo selvático, como hace la voluntad deliberada que a pasión contrapone pasión. Lo selvático inventa palabras, se trabaja a sí mismo para aclararse en palabras, que luego supuran por dentro y nos desgarran. Al principio es sólo naturaleza: la ciudad es un paisaje, son rocas, alturas, cielo, claros improvisados; la mujer es una fiera, una carne, un abrazo. Después se vuelve palabras; lo natural era sólo un símbolo, y al conocer lo selvático verdadero, hay que aullar.
¿Quién no ha aullado nunca delante de las cosas? La tiniebla de una fronda, los asaltos lastimeros del viento, la impotencia ante una fiebre, nos parecen ricos misterios, misterios de dolor y de peligro, a los que estamos tentados de dar la palabra, para conocerlos y poseerlos mejor. Y darles la palabra quiere decir reducirlos a un nivel humano y ciudadano, hacernos palabra de pronto, expresar y significar la turbia, atroz, pululante selva humana. No hay misterio en las cosas naturales, así como no hay pecado. Cuando más son símbolos.
Decíamos entonces que lo propio de la ciudad y de la mujer –de la vida en común–, cuando hay voluntad deliberada, es residir en símbolos, al choque con los cuales también se tiende nuestra voluntad y, frustrada, nos deja impotentes ante el misterio, el único misterio verdaderamente intolerable que es el contraste de las voluntades.
¿Por qué tendemos a hablar de una mujer por medio de símbolos, a transformarla en cosa absolutamente natural, diciéndonos, por ejemplo, que ella es fiebre, ráfaga, fronda? ¿Buscamos defendernos, con eso, como nos defendemos transformando en paisaje una plaza, una huida por los techos, o abandonándonos a una muchedumbre como si fuese un río? Pero las palabras tienen una extraña vida: pronto se encarnan, y verdaderamente aquella mujer será para nosotros fiebre y fronda, verdaderamente la muchedumbre será río, y la ciudad paisaje, es decir, impasible para nosotros. Entonces se aviva nuestra pasión; la voluntad se debate, aunque comprendiendo que bajo aquellos símbolos y aquellas palabras hay una voluntad adversa que resiste, que es ella misma un misterio perenne, en el cual nosotros no podemos agotarnos y que tampoco nunca podrá agotarse en nosotros. Aquí está lo selvático verdadero.
La soledad en un bosque, en un campo de trigo, puede ser temible, puede matar, pero no nos asusta ni nos mata como hombres, como voluntades apasionadas. Solamente los otros pueden hacernos eso –los otros, el prójimo, la mujer, los compañeros, nuestros hijos–. Frente a éstos, frente a la ciudad, sufrimos, siempre sufrimos a fondo. Nos cambiamos símbolos y palabras, cambiamos golpes, nos tendemos la mano, nos enjugamos a veces el sudor, pero al final del día, fatigados, nos damos cuenta de que con nosotros no hay nadie.
Y sin embargo sabemos que toda nuestra fatiga tenía el único fin de no dejarnos con las manos vacías. ¿Se puede aceptar esto?
Debemos aceptarlo. Basta pensar lo que sería el fin del día, y el mañana, y el porvenir, si desaparecieran los símbolos, si se desvaneciese el misterio, si de noche no estuviésemos solos. Estaríamos más muertos que los muertos.
Ignoraríamos el desear algo. Ignoraríamos que el prójimo –la ciudad, la mujer– siendo sólo misterio, espera de nosotros el golpe y la mano, espera ser desvelado y atormentado, enfrentando a su dolor y a su misterio. Si fuese posible destruir los símbolos, todos los símbolos, nos destruiríamos solamente a nosotros mismos. Podemos descubrirnos siempre más ricos, más sutiles, más verdaderos, podemos sustituirnos, no negar la voluntad que está debajo, la voluntad adversa. En ella tenemos la sangre, el aliento, el hambre. No se escapa a la selva. También ella es un símbolo.
Quien olvida esto y se abandona al dulce sueño –a la confianza de que la mujer y la ciudad no sean sangre, aliento, hambre– se encontrará igualmente solo, desvelado, más solo que nunca. Pero se habrá perdido también a sí mismo.
¿De qué sirve conquistar todo el mundo si uno se pierde a sí mismo? Le tocará, de bastarle las fuerzas, reencontrarse quién sabe dónde. En la saciedad, en la vergüenza, en la muerte. Pero no fuera de la selva.
Debemos aceptar los símbolos –el misterio de cada uno– con la tranquila convicción con que se aceptan las cosas naturales. La ciudad nos da símbolos como el campo nos da frutos. Pero ninguno conoce o posee la planta. Viene de otro mundo. Se deja sembrar o podar, se deja abatir y quemar, pero ¿quién puede decir que esa planta es cosa suya? ¿Quién puede decir que ha tocado el fondo de una voluntad ajena? A veces parece que destruir fuera el único modo. Y está bien. Pero destruir una sola voluntad, una sola planta, si bien es posible, es menos que nada: habrá que pasar a otra, a otra más, y así hasta el infinito. Estupideces. Se tendrá un mundo desierto, una estepa. Que es, después de todo, otro nombre de la selva. Tanto vale aceptar el misterio y poblar la ciudad de símbolos, y el campo de presencias. Y amar todo esto, con cautela desesperada.
Cesare Pavese, del libro El oficio de poeta.
¿Quién no ha aullado nunca delante de las cosas? La tiniebla de una fronda, los asaltos lastimeros del viento, la impotencia ante una fiebre, nos parecen ricos misterios, misterios de dolor y de peligro, a los que estamos tentados de dar la palabra, para conocerlos y poseerlos mejor. Y darles la palabra quiere decir reducirlos a un nivel humano y ciudadano, hacernos palabra de pronto, expresar y significar la turbia, atroz, pululante selva humana. No hay misterio en las cosas naturales, así como no hay pecado. Cuando más son símbolos.
Decíamos entonces que lo propio de la ciudad y de la mujer –de la vida en común–, cuando hay voluntad deliberada, es residir en símbolos, al choque con los cuales también se tiende nuestra voluntad y, frustrada, nos deja impotentes ante el misterio, el único misterio verdaderamente intolerable que es el contraste de las voluntades.
¿Por qué tendemos a hablar de una mujer por medio de símbolos, a transformarla en cosa absolutamente natural, diciéndonos, por ejemplo, que ella es fiebre, ráfaga, fronda? ¿Buscamos defendernos, con eso, como nos defendemos transformando en paisaje una plaza, una huida por los techos, o abandonándonos a una muchedumbre como si fuese un río? Pero las palabras tienen una extraña vida: pronto se encarnan, y verdaderamente aquella mujer será para nosotros fiebre y fronda, verdaderamente la muchedumbre será río, y la ciudad paisaje, es decir, impasible para nosotros. Entonces se aviva nuestra pasión; la voluntad se debate, aunque comprendiendo que bajo aquellos símbolos y aquellas palabras hay una voluntad adversa que resiste, que es ella misma un misterio perenne, en el cual nosotros no podemos agotarnos y que tampoco nunca podrá agotarse en nosotros. Aquí está lo selvático verdadero.
La soledad en un bosque, en un campo de trigo, puede ser temible, puede matar, pero no nos asusta ni nos mata como hombres, como voluntades apasionadas. Solamente los otros pueden hacernos eso –los otros, el prójimo, la mujer, los compañeros, nuestros hijos–. Frente a éstos, frente a la ciudad, sufrimos, siempre sufrimos a fondo. Nos cambiamos símbolos y palabras, cambiamos golpes, nos tendemos la mano, nos enjugamos a veces el sudor, pero al final del día, fatigados, nos damos cuenta de que con nosotros no hay nadie.
Y sin embargo sabemos que toda nuestra fatiga tenía el único fin de no dejarnos con las manos vacías. ¿Se puede aceptar esto?
Debemos aceptarlo. Basta pensar lo que sería el fin del día, y el mañana, y el porvenir, si desaparecieran los símbolos, si se desvaneciese el misterio, si de noche no estuviésemos solos. Estaríamos más muertos que los muertos.
Ignoraríamos el desear algo. Ignoraríamos que el prójimo –la ciudad, la mujer– siendo sólo misterio, espera de nosotros el golpe y la mano, espera ser desvelado y atormentado, enfrentando a su dolor y a su misterio. Si fuese posible destruir los símbolos, todos los símbolos, nos destruiríamos solamente a nosotros mismos. Podemos descubrirnos siempre más ricos, más sutiles, más verdaderos, podemos sustituirnos, no negar la voluntad que está debajo, la voluntad adversa. En ella tenemos la sangre, el aliento, el hambre. No se escapa a la selva. También ella es un símbolo.
Quien olvida esto y se abandona al dulce sueño –a la confianza de que la mujer y la ciudad no sean sangre, aliento, hambre– se encontrará igualmente solo, desvelado, más solo que nunca. Pero se habrá perdido también a sí mismo.
¿De qué sirve conquistar todo el mundo si uno se pierde a sí mismo? Le tocará, de bastarle las fuerzas, reencontrarse quién sabe dónde. En la saciedad, en la vergüenza, en la muerte. Pero no fuera de la selva.
Debemos aceptar los símbolos –el misterio de cada uno– con la tranquila convicción con que se aceptan las cosas naturales. La ciudad nos da símbolos como el campo nos da frutos. Pero ninguno conoce o posee la planta. Viene de otro mundo. Se deja sembrar o podar, se deja abatir y quemar, pero ¿quién puede decir que esa planta es cosa suya? ¿Quién puede decir que ha tocado el fondo de una voluntad ajena? A veces parece que destruir fuera el único modo. Y está bien. Pero destruir una sola voluntad, una sola planta, si bien es posible, es menos que nada: habrá que pasar a otra, a otra más, y así hasta el infinito. Estupideces. Se tendrá un mundo desierto, una estepa. Que es, después de todo, otro nombre de la selva. Tanto vale aceptar el misterio y poblar la ciudad de símbolos, y el campo de presencias. Y amar todo esto, con cautela desesperada.
Cesare Pavese, del libro El oficio de poeta.
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