viernes, 27 de marzo de 2009

LA SELVA

The Reader of Novels, Antoine Wiertz
Lo selvático que nos interesa no es la naturaleza, el mar, la selva, sino lo imprevisto en el corazón de nuestros compañeros hombres. Aquello que con un simple esfuerzo de atención puede devenir voluntad deliberada. La ciudad, la mujer, gastan con nosotros una ferocidad de la cual toda tierra salvaje es solamente un símbolo. Desastres e intemperies nos encuentran resignados, nos dan la muerte, no desencadenan en nosotros lo selvático, como hace la voluntad deliberada que a pasión contrapone pasión. Lo selvático inventa palabras, se trabaja a sí mismo para aclararse en palabras, que luego supuran por dentro y nos desgarran. Al principio es sólo naturaleza: la ciudad es un paisaje, son rocas, alturas, cielo, claros improvisados; la mujer es una fiera, una carne, un abrazo. Después se vuelve palabras; lo natural era sólo un símbolo, y al conocer lo selvático verdadero, hay que aullar.
¿Quién no ha aullado nunca delante de las cosas? La tiniebla de una fronda, los asaltos lastimeros del viento, la impotencia ante una fiebre, nos parecen ricos misterios, misterios de dolor y de peligro, a los que estamos tentados de dar la palabra, para conocerlos y poseerlos mejor. Y darles la palabra quiere decir reducirlos a un nivel humano y ciudadano, hacernos palabra de pronto, expresar y significar la turbia, atroz, pululante selva humana. No hay misterio en las cosas naturales, así como no hay pecado. Cuando más son símbolos.
Decíamos entonces que lo propio de la ciudad y de la mujer –de la vida en común–, cuando hay voluntad deliberada, es residir en símbolos, al choque con los cuales también se tiende nuestra voluntad y, frustrada, nos deja impotentes ante el misterio, el único misterio verdaderamente intolerable que es el contraste de las voluntades.
¿Por qué tendemos a hablar de una mujer por medio de símbolos, a transformarla en cosa absolutamente natural, diciéndonos, por ejemplo, que ella es fiebre, ráfaga, fronda? ¿Buscamos defendernos, con eso, como nos defendemos transformando en paisaje una plaza, una huida por los techos, o abandonándonos a una muchedumbre como si fuese un río? Pero las palabras tienen una extraña vida: pronto se encarnan, y verdaderamente aquella mujer será para nosotros fiebre y fronda, verdaderamente la muchedumbre será río, y la ciudad paisaje, es decir, impasible para nosotros. Entonces se aviva nuestra pasión; la voluntad se debate, aunque comprendiendo que bajo aquellos símbolos y aquellas palabras hay una voluntad adversa que resiste, que es ella misma un misterio perenne, en el cual nosotros no podemos agotarnos y que tampoco nunca podrá agotarse en nosotros. Aquí está lo selvático verdadero.
La soledad en un bosque, en un campo de trigo, puede ser temible, puede matar, pero no nos asusta ni nos mata como hombres, como voluntades apasionadas. Solamente los otros pueden hacernos eso –los otros, el prójimo, la mujer, los compañeros, nuestros hijos–. Frente a éstos, frente a la ciudad, sufrimos, siempre sufrimos a fondo. Nos cambiamos símbolos y palabras, cambiamos golpes, nos tendemos la mano, nos enjugamos a veces el sudor, pero al final del día, fatigados, nos damos cuenta de que con nosotros no hay nadie.
Y sin embargo sabemos que toda nuestra fatiga tenía el único fin de no dejarnos con las manos vacías. ¿Se puede aceptar esto?
Debemos aceptarlo. Basta pensar lo que sería el fin del día, y el mañana, y el porvenir, si desaparecieran los símbolos, si se desvaneciese el misterio, si de noche no estuviésemos solos. Estaríamos más muertos que los muertos.
Ignoraríamos el desear algo. Ignoraríamos que el prójimo –la ciudad, la mujer– siendo sólo misterio, espera de nosotros el golpe y la mano, espera ser desvelado y atormentado, enfrentando a su dolor y a su misterio. Si fuese posible destruir los símbolos, todos los símbolos, nos destruiríamos solamente a nosotros mismos. Podemos descubrirnos siempre más ricos, más sutiles, más verdaderos, podemos sustituirnos, no negar la voluntad que está debajo, la voluntad adversa. En ella tenemos la sangre, el aliento, el hambre. No se escapa a la selva. También ella es un símbolo.
Quien olvida esto y se abandona al dulce sueño –a la confianza de que la mujer y la ciudad no sean sangre, aliento, hambre– se encontrará igualmente solo, desvelado, más solo que nunca. Pero se habrá perdido también a sí mismo.
¿De qué sirve conquistar todo el mundo si uno se pierde a sí mismo? Le tocará, de bastarle las fuerzas, reencontrarse quién sabe dónde. En la saciedad, en la vergüenza, en la muerte. Pero no fuera de la selva.
Debemos aceptar los símbolos –el misterio de cada uno– con la tranquila convicción con que se aceptan las cosas naturales. La ciudad nos da símbolos como el campo nos da frutos. Pero ninguno conoce o posee la planta. Viene de otro mundo. Se deja sembrar o podar, se deja abatir y quemar, pero ¿quién puede decir que esa planta es cosa suya? ¿Quién puede decir que ha tocado el fondo de una voluntad ajena? A veces parece que destruir fuera el único modo. Y está bien. Pero destruir una sola voluntad, una sola planta, si bien es posible, es menos que nada: habrá que pasar a otra, a otra más, y así hasta el infinito. Estupideces. Se tendrá un mundo desierto, una estepa. Que es, después de todo, otro nombre de la selva. Tanto vale aceptar el misterio y poblar la ciudad de símbolos, y el campo de presencias. Y amar todo esto, con cautela desesperada.

Cesare Pavese, del libro El oficio de poeta.

miércoles, 25 de marzo de 2009

CONSDERANDO EN FRÍO, IMPARCIALMENTE...

Las bañistas grandes. Renoir

CONSDERANDO EN FRÍO, IMPARCIALMENTE...
Considerando en frío, imparcialmente,
que el hombre es triste, tose y, sin embargo,
se complace en su pecho colorado;
que lo único que hace es componerse
de días;
que es lóbrego mamífero y se peina...
Considerando
que el hombre procede suavemente del trabajo
y repercute jefe, suena subordinado;
que el diagrama del tiempo
es constante diorama en sus medallas
y, a medio abrir, sus ojos estudiaron,
desde lejanos tiempos,
su fórmula famélica de masa...
Comprendiendo sin esfuerzo
que el hombre se queda, a veces, pensando,
como queriendo llorar,
y, sujeto a tenderse como objeto,
se hace buen carpintero, suda, mata
y luego canta, almuerza, se abotona...
Considerando también
que el hombre es en verdad un animal
y, no obstante, al voltear, me da con su tristeza en la cabeza...
Examinando, en fin,
sus encontradas piezas, su retrete,
su desesperación, al terminar su día atroz, borrándolo...
Comprendiendo
que él sabe que le quiero,
que le odio con afecto y me es, en suma, indiferente...
Considerando sus documentos generales
y mirando con lentes aquel certificado
que prueba que nació muy pequeñito...
le hago una seña,
viene,
y le doy un abrazo, emocionado.
¡Qué más da! Emocionado... Emocionado...
CÉSAR VALLEJO

martes, 24 de marzo de 2009

LA VEJEZ, LA LIBERTAD, LA FELICIDAD, EL FUTURO, NO ESTÁN ESPERÁNDONOS EN NINGÚN LUGAR, HAY QUE HACERLOS

Ser viejo, como ser rico... Recita Menassa, música de Samalea


SER VIEJO COMO SER RICO, LE DIJE

Ser viejo como ser rico, le dije,
es una propuesta de la mente.
Y ella contenta me preguntó:
¿Acaso no habremos de morir
si escribimos y hablamos?
También ha de morir el hombre
que al escribir rompe los bordes del abismo
y algo habrá de enfermar el hombre que, al hablar,
pretenda entregarse a las palabras, ser de la voz
pero enfermar y morir para ese hombre
serán, también, sólo palabras.
Después estaba todo el día con hombres y mujeres
pero no eran amantes, eran misterios,
dramas insondables dominados por el odio,
la envidia, el menosprecio o, bien, el desamor.
Están cerca de mí pero dar el próximo paso
los sume en el delirio del amor, los agota.
Y después están los hombres las mujeres
que no necesitan de mí ni el pan ni la caricia
están ahí sólo para entorpecer los caminos
del poema, del pensamiento, la distancia
y en esas cosas del amor prefieren no saber
que el polvo aquél no era un regalo a nadie,
el polvo al que se vio obligado era su deseo.
¿Y tú qué opinas? le dije por decir, y
ella me dijo toda la verdad:
Cuando estoy supuestamente enamorada,
él piensa enseguida que le pertenezco
y cuando estoy como cansada por la vida,
por el mundo absurdo que nos hacen vivir
él enseguida piensa que yo no le amo.
Y, después, es todavía más ridículo:
cuando yo le sonrío, olvidada del mundo,
él enseguida cree que me ha ganado en algo.
No es que sea fanfarrón, es un ignorante,
nada sabe de mí, ni del tiempo, ni de la mujer.
Cuando lo abandone llorará como un niño,
pedirá perdón, querrá lavar los platos
pero ya será tarde, el mundo no perdona.
Entonces, pobre hombre, será mujer y niño
al mismo tiempo que hombre y nadie lo amará.
Como hombre nadie lo amará
porque su hombre ha renunciado a serlo.
Y tal cual una mujer nadie la amará
por no diferenciar lo grande de lo bueno
y como niño, el pobre, hará cosas de niño
pero será un hombre que sufrirá por serlo.
Inadecuado el canto. Débil la voz.

Miguel Oscar Menassa (Del libro La mujer y yo)

jueves, 12 de marzo de 2009

HISTORIA DE LA MEDICINA: UNA LECTURA PSICOANALÍTICA. MEDICINA PRECOLOMBINA


Cuadro: Las dos Fridas de Frida Kahlo


Medicina Precolombina
Los pueblos americanos precolombinos fueron integrándose por migraciones asiáticas entre 24.000 y 5.000 años a.C. Los incas tenían diferentes rangos en la profesión médica, los que curaban por supersticiones y sacrificios, los que pronosticaban la enfermedad por los sueños, los que predecían el resultado de la enfermedad examinando las entrañas de un tipo de animales llamados cuyés, herbolarios instruidos en las propiedades de las plantas, los que dominaban la magia y los que curaban por la confesión del enfermo. Tenían aún un concepto mágico religioso de enfermedad. Las enfermedades mentales merecían consideración especial, entre los esquimales se describía el piblokto, histeria ártica que se pensaba resultante de los largos meses de confinamiento invernal, de carácter epidémico entre las mujeres. Entre los incas se distinguía la melancolía, la locura, lo idiocia, la epilepsia y entre los aztecas se practicaba el yolmelaua, o confesión oral.
La Medicina Primitiva nos enseña que la creencia firme del sujeto en que la infracción de un tabú le produjera la muerte, se la producía finalmente, es lo que dimos en llamar el poder de la palabra, en realidad se trata de la creencia del sujeto.
(Del libro Medicina Psicosomática I. Cuestiones preliminares. Autoras: Dra. Pilar Rojas, Dra. Alejandra Menassa. Ed. Grupo Cero)

jueves, 5 de marzo de 2009

HISTORIA DE LA MEDICINA: UNA LECTURA PSICOANALÍTICA. MEDICINA PREHISTÓRICA-MEDICINA PRIMITIVA

Cuadro: Pongo violeta aquí de Miguel Menassa
Datamos su comienzo entre 10.000 y 5.000 años a.C., pero aparece en diferentes estadios evolutivos de la humanidad, y aún hoy persiste en algunas regiones (esquimales de Asia, tribus australianas...) y más allá de la región geográfica, sobrevive en el corazón de muchos hombres.
El concepto de enfermedad es mágico y misterioso, difícil de separar de las creencias religiosas. No existe distinción entre enfermedad orgánica, funcional y psicosomática. Reconocen como causa de la enfermedad la infracción de un tabú, el hechizo dañino, la posesión por un espíritu maligno, la intrusión mágica de un cuerpo extraño y la pérdida del alma.
El principal método diagnóstico del médico es el interrogatorio en privado del enfermo, que comporta en sí un mecanismo de catarsis, debido al enfoque que tiene la anamnesis, aún en los padecimientos orgánicos. El historiador Frazer dice que la clave del poder curativo del médico de esta época radica en su capacidad para liberar la “fuerza psíquica” del individuo enfermo. Para estos pueblos primitivos tiene gran importancia la condición solidaria de la familia y la comunidad con el enfermo, si le ofrecen soporte moral frente a los maleficios; por el contrario, las reacciones adversas de rechazo pueden agravar la enfermedad y provocar la muerte. Cuando la mente primitiva piensa que la enfermedad se debe a la infracción de un tabú, el médico primitivo cuenta con poderosos recursos terapéuticos, entre los que destaca la confesión del enfermo.
La Medicina Primitiva es el periodo donde aparece el cometido del médico como una función social propia. Muchos autores coinciden en que el médico primitivo posee, desde una perspectiva antropológica una concepción global del enfermo y de la enfermedad superior al médico técnico actual porque su terapéutica integra el concepto mágico unitario de enfermedad, evitando la concepción dualista de procesos orgánicos y psicosomáticos. A este respecto nos dirá Freud en Psicoterapia, tratamiento por el espíritu (1905), que: “El tratamiento psíquico denota el tratamiento desde el alma, un tratamiento –de los trastornos anímicos tanto como corporales- con medios que actúan directa o inmediatamente sobre lo anímico del ser humano. Un medio semejante es, ante todo, la palabra, y las palabras son, en efecto, los instrumentos esenciales del tratamiento anímico. El profano, seguramente hallará difícil comprender que los trastornos patológicos puedan ser eliminados por medio de la “meras” palabras del médico. Supondrá sin duda que se espera de él una fe ciega en el poder de la magia, y no estará del todo errado, pues las palabras que usamos cotidianamente no son otra cosa sino magia atenuada. La ciencia ha logrado restituir a la palabra humana una parte por lo menos de su antigua fuerza mágica.”

(Del libro Medicina Psicosomática I. Cuestiones preliminares. Autoras: Dra. Pilar Rojas, Dra. Alejandra Menassa. Ed. Grupo Cero)