En la orilla rocosa. Kathrin Longhurst
El goce es lo que no sirve para
nada y sin embargo es eso que, si faltase, no encontraríamos sentido al
vivir.
Hay un principio que rige el
funcionamiento psíquico, que es el principio del placer, la tendencia a mantener
la tensión lo más baja posible, todo aumento de la tensión es displacentera y
toda disminución placentera. Ahora bien el goce está más allá del principio del
placer, escapa a la regulación del principio del placer, es displacentero y
está relacionado con la pulsión.
La irrupción del goce en la vida
sexual de cualquier humano acontece muy tempranamente, en la constitución del
cuerpo desde el otro, en lo que se conoce como estadio del espejo, que tiene
lugar entre los 6 y los 18 meses.
El niño, ante la imagen en el
espejo, ante una imagen humana que él ve completa, se siente despedazado, con
una incoordinación que es incluso fisiológica, anatómica, en tanto todavía no
ha terminado la formación del sistema nervioso central, la mielinización. El
niño ve en el espejo su propia imagen, que no sabe que es suya, como entera y
se siente despedazado. Es una imagen formativa para el sujeto, la propia imagen
tomada como otro. Ésta es la aventura
imaginaria por la cual el hombre, por vez primera, se ve y se concibe como distinto,
otro de lo que él es. Ahí se produce júbilo, ahí nace el goce.
Esto ocurre antes de ser sujeto
del lenguaje, puesto que no es otra cosa
lo que somos como humanos: sujetos del lenguaje, sujetos deseantes y sujetos
gozantes. Sólo un ser que habla puede desear
y gozar. Y el goce tiene que ver con la posición del sujeto en el lenguaje,
porque el único aparato del goce es el lenguaje.
En los niños se ve esta cuestión
en esos juegos infantiles que consisten en jugar con las palabras, inventarse
vocablos, decir frases sin sentido, por placer de decir, algo que les produce
mucho júbilo, se ríen.
Se habla para repetir un goce y
ahí la palabra se hace significante, la
repetición es la forma de habitar el lenguaje.